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Los muchachos están de película.

Autor(es):
Ramón Leonardo Cabrera Figueredo.

Crónica interpretativa, casi de añoranza, sobre como un niño creció y fue impactado por la magia del cine en su ciudad.

A Javier, mi hijo, y a toda la muchachada del barrio

Debo confesarlo: siempre he sido obsesivo con el cine. Desde niño me gustaba comprar los rollos fotográficos ORWO y por el lado de la emulsión química solía rayarlos para luego proyectar esos garabatos en la sábana blanca de mi cama con un proyector de vista fija que mi abuela me había regalado, sin saberlo ya me venía inventado este mundo cinematográfico del cual no puedo desprenderme, y desconocía que ese procedimiento fue empleado por primera vez en Francia, gracias a Emile Cohl, la primera persona sobre la tierra en hacer dibujos animados.

Yo fui de todo cuando niño: proyeccionista de vista fija para los otros chiquitines del barrio, recuerdo que las historietas las vendían en la ferretería, yo las  proyectaba y las cobraba  a medio; en la sala de mi casa no se podía caminar, y lo del dinero lo hacía no porque me hiciera falta, sino porque después había que comprar duro frío en casa de Cachita, la de la esquina. Fui cirquero, con aquello del circo de la ripiera: "que se entra por la puerta y se sale por donde quiera"; en fin, me decían o me dicen todavía "el loco", a pesar de que todas esas cosas son de gente cuerda, no sé por qué será...

Luego vinieron las funciones vespertinas de los cines Martí, Rex y Popular; ¡qué mundo aquel! ¡todo en pantalla grande! Como en el Rex había una platea en altos qué era dividida por la cabina de proyección, podía observar fácilmente lo que allí acontecía y molestar más de una vez al proyeccionista para que me regalara los pedazos de películas que yo no entendía en su eterna sucesión de los aparentes mismos fotogramas. Luego descubrí, después de los Lumiere y de un montón de gente, que la ilusión del movimiento sólo se obtenía a una velocidad de veinticuatro cuadros por segundo. Entonces se formaban unas matazones para entrar a aquellos cines que nunca olvidaré. Comencé un ritual dominical; así como la eucaristía de domingo, salía de casa, entraba al cine Martí, salía de este y entraba al Rex que tenía fama porque no sé a quién le dieron una puñalada en la cola a causa del arrebato que causó la película Billy "El niño", lo digo porque ciertamente todas estas historias tenebrosas le daban un renombre proverbial a los locales de cine en esa época, y originaban una especie de magia a su alrededor que sólo el pueblo -fabulando- sabe construir; y ya en la noche entraba en el gigante del pueblo bien llamado Popular, terminaba el domingo en el Jardín, entre refrescos baratos (de botella) con croquetas de Bayamo, bueno esto sería muy aburrido si la historia terminara aquí. Lo encantador del caso era que yo arrastraba conmigo a un grupo de mis amiguitos de escuela o del barrio, y además de empacharnos de películas, inventábamos todo tipo de fechoría infantil en el cine, era la época de la tiradera de caramelos en el salón, de la corredera en la oscuridad con la tía de la linterna detrás de nosotros, sí, porque cuando eran tandas corridas y veíamos más de una vez las películas, empezábamos a retozar con las acomodadoras, para que nos botaran; ellas, por supuesto, tenían su lista negra, así que nosotros éramos muy conocidos, cuando las funciones eran por tandas, cosa extraña hoy, nos escondíamos entre las butacas y les jugábamos cabeza haciendo de aquellas jornadas tandas corridas para nosotros; era divertido, pues el juego consistía en dedicarse a sacarnos, o la próxima función con el tumulto de gente, se les venía arriba. Allí, en muchos casos, nos dejaban por imposible, eran los tiempos de las películas de capa y espada, del Zorro, del noticiero de Santiago Álvarez, de los cortos documentales y los cortos animados previos a la proyección de la película; eran estaciones de mi amiga Tanganica, todo un personaje, empujando los molotes en la entrada del cine; eran momentos de chiflidos y el concebido grito: ¡Manduco, suelta la botella!, por cierto,  muchos años después los trabajadores de cine me dijeron que Manduco no era un mítico personaje, sino uno real, y lo de la botella era cierto; entonces la televisión no molestaba, los televisores estaban encerrados en una especie de palomar, y toda la cuadra tenía que ver aquello banco por medio en la calle. El cine reinaba para bien de nosotros, queríamos crecer más rápido, para poder entrar a las funciones prohibidas para doce o dieciséis años, y cuando llegamos a los once, nos parábamos frente a la taquilla y pedíamos para entrar a las "prohibidas", las porteras eran unas "turcas" con nosotros, ¿quién me lo diría? yo las jubilaría a casi todas, nos inspeccionaban de arriba abajo como haciendo un Till down de cámara y preguntaban con cierta desconfianza y desdén, picando el ticket en mano: ¿Tú cumpliste ya los doce?… Si supieran, yo era un flaco lo bastante alto como para evadir aquella perentoria y desagradable inquisición, tenía que abandonar entre el bonche del tumulto de la cola como "perro con el rabo entre las patas"; lo sentía por los más chicos de la pandilla, pero si entraba uno, había esperanza de que el resto lo hiciera.

Cierta vez descubrimos como colarnos al Rex evadiendo lo tortuoso de todas las prohibiciones, yo tenía un tío que era masón, ese día había mucho calor, de esa que debe hacer en el infierno, y me dio por entrar en la logia, situada al lado del cine, y mientras tomaba agua descubrí un acceso al cine por el techo que daba al baño de los hombre, mi tío adivinó mis intenciones y me dijo, torciendo los ojos al altísimo: "¡No te atrevas, no me jodas, mira que... !", pero al cabo lo convencí, entre otras cosas, porque él era de esos muchachos viejos que gustan ver, quizás, las maldades que nunca pudo hacer; a partir de ese momento, nos colábamos discretamente, con la anuencia del tío, que desde su venerable grado de gran maestro masón "se hacía el de la vista gorda". Las "prohibidas" eran casi siempre italianas o francesas, y así, sin preparación previa, nos encontrábamos frente a las tetas de Claudia Cardinales, Sofía Loren o Mónica Vitti, esos desnudos eran muy codiciados en nuestro recién estrenado estado de pubertad; en otras ocasiones veíamos las películas hasta tres veces, era bastante sencillo, nos metíamos al baño de los hombres, y desde allí al techo, luego, cuando entraban todos, bajábamos a sentarnos, todo andaba a sus anchas hasta que César, no el emperador, sino un portero muy famoso, con casi los mismos poderes imperiales de un notable romano, nos cogió en la gracia, sellaron el hueco, y fueron a la logia, pero como era de presumir, la sangre no llegó al río, el padrino de tan imperdonable fechoría nunca apareció; pensé, quizás por el exceso de tantas películas vistas, que me torturarían, pero me mantuve firme y no denuncié al venerable masón.

En el cine Martí era muy complicado inventar para entrar porque Orencio, El manco que era portero, se tomaba su trabajo muy en serio, y el ritual que conservo en mi memoria era como hacía la cola desde la acera de la tabaquería, parecía una hilera de fichas de dominó y como picaba el ticket con la mano apoyada en lo que le quedaba de la otra, en la punta del brazo manco. Allí nunca se rompió un cristal,  aunque en honor a la verdad, -el tiempo todo lo perdona-, se rompieron varias cabezas: costumbre del cine que también conservo en mi memoria; era la fórmula para salir de las salas, todos se ponían las manos o los pañuelos en la boca y la nariz, siempre me he preguntado ¿por qué?, la explicación que me di entonces es que esa era la ocasión precisa para tirarse p…, aunque  hubo osados que se los tiraban dentro, y en pleno clímax de la película, con la oscuridad del salón como cómplice; podrán imaginarse el bonche que se armaba y las expresiones colectivas de chivadera y desaprobación a tales prácticas.

El cine servía para todo, nuestras primeras novias eran adictas a él, y nosotros a ellas, porque allí existía la licencia del beso, y por extensión, los juegos eróticos de las parejas que escogían las lunetas más alejadas para lo que Ud. esta pensando. También conocí de casos en que el cine era escogido como albergue para "dormir la mona", para esconderse cuando nos comíamos la guayaba, o andábamos fugados del ejército, para escampar y esperar la guagua que tenía una parada en el Jardín, para fumar escondidos de nuestros padres, para huirle a la realidad; en fin, había un uso polivalente de estas salas.

Otro acto divertido era llamar por teléfono al cine Rex; las muchachitas de entonces tenían una fraseología muy amenizada, aunque la sorpresa era que te salía Beto y te corría la misma "máquina", diciéndote los títulos más ordinarios del día: "todas son prohibidas y con letreritos", "si te acuestas conmigo serás madre...", "las lagrimas del chorizo", y otros no menos ocurrentes. Todo aquel vendaval de segundas intenciones, ya eran conocidas y famosas por el Guayabero;  sin embargo, Beto era el taquillero más carismático de la comarca; en muchas ocasiones lo vi ebrio de ron y de dolor, murió tiempo después de un cáncer en la garganta. De muchacho pensé que era un castigo divino por sus bromas telefónicas, hoy me sonrió al recordar con cierta nostalgia esa etapa.

Nos criamos viendo a Walt Disney, ¡el original! Y un muñeco de cartón norteamericano que tenía un pajarraco en el hombro y le faltaba una pata, por cierto, era negro, no lo soportábamos, ahora entiendo lo del racismo en EE.UU. Luego vinieron los soviéticos, que tampoco nos gustaban, no por anticomunismo, sino porque daban ganas de llorar, excepto aquel del Lobo y la Coneja que comenzaba con el eslogan: "deja que te coja"; también entraron los de Europa del Este, de los cuales evoco con singular cariño el de los niños gordito y flaquito Bölek y Lölek, por cierto, sobre los muñequitos rusos, Enrique Arredondo* usó una broma en televisión, muy ilustrativa, y que todos mis contemporáneos conocen bien.

Allá por los años setenta del siglo pasado, la Unión de Pioneros de Cuba le encargó al ICAIC que diseñaran un muñequito para nosotros, y así fue que seleccionaron a Juan Padrón, "un jodedor de calibre mayor", descripción que al propio Adolfo Llauradó le escuché decir hace algunos años en el ISA. Padrón creó un muñequito con un nombre peculiar: Elpidio Valdés, lo de Elpidio no sé si tiene que ver con la obra Cartas a Elpidio, del padre Félix Varela, que para mí significa cartas a Cuba, y lo de Valdés por Cecilia, o porque todos los huérfanos de la colonia tenían ese apellido; ahora no recuerdo, pero lo grato es que ese dibujo animado creció con nosotros y nos enseñó mucho el valor de la cubanía y la historia; por cierto, tal vez habrá muerto, pues en los últimos episodios estaba más avejentado, lo vi en unas escenas en Santiago de Cuba, durante la entrada de los norteamericanos, finalizada la guerra del 95, más amigo de los españoles y más enemigo de los "yumas".

En los cines y con las películas, maduramos. Aprendimos que LA VIDA ES BELLA, que LOS MALOS DUERMEN BIEN, que el SUBDESARROLLO TIENE MEMORIAS, que los sabores son distintos, pero humanos como el de FRESA Y CHOCOLATE;  vimos LUCES DE LA CIUDAD, EL GRAN DICTADOR nos asustó y nos reímos a carcajadas de el NOW!, YO TÚ EL Y ELLA, fuimos LOS SOBREVIENTES, conseguimos SE PERMUTA y aprendimos también que LA VIDA ES SILVAR. Por eso, cuando vi el filme italiano Nuevo cinema paradiso, no pude menos que llorar el llanto ajeno, que es mi propio llanto, por esa pretendida desaparición de algo que para mí es mucho más que arte, gracias a la vida. Con Walt Disney aprendí a escuchar lo mejor del pentagrama musical de todos los períodos artísticos, de la música de cascanueces de Tchaikovsky, a Wolfgang Amadeus Mozart, o Gustav Mahler y Richard Wagner en aquella memorable cinta de dibujos animados intitulada Fantasía, cinta que dibujaba en colores el sonido, los arpegios, las melodías y la trama, también supe después que estos muñequitos eran dudosos por su naturaleza globalizadora, pero yo, de niño, no sospechaba nada, sólo quería ver y oír más, más y más...

Nuestra existencia de niños y adolescentes transcurrió en un mundo mejor que el de hoy, viendo películas de todas clases y de todas partes de la tierra, el ICAIC entonces podía darse el lujo de exhibir y escoger lo mejor de la pantalla universal y quizás, por eso, mi generación sea más privilegiada también, por esta otra arista de la cultura que logró el pueblo en revolución para nosotros, y que hoy estamos en deuda para esas miraditas tiernas que quieren su porción del pan que un día nosotros probamos; prefiero cien veces a esos locos bajitos, con sus maldades incluidas que ayer yo también  fui.

* Conocido actor humorístico de radio y televisión que adquiere la fama y el cariño del público en programas como: "Detrás de la fachada" o  "San Nicolás del Peladero".

Fecha de publicación en Enciclopedia Manzanillo: 2007.